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Manifiesto por un futuro posible: para que la Tierra sea un lugar de vida…

by reenvia Red Latina sin fronteras (enred_sinfronteras [at] riseup.net)
Manifiesto por un futuro posible: para que la Tierra sea un lugar de vida…
La Tierra habla en silencio. Sus cicatrices no son metáforas, sino inscripciones materiales
para que la Tierra sea un lugar de vida, no de cenizas
Manifiesto por un futuro posible

Un ensayo dirigido a las generaciones nacidas en medio del colapso y a las futuras. El tiempo de la comodidad ilusoria ha terminado. Debemos elegir: la Tierra versus la abstracción; los bienes comunes versus las mercancías; la tecnología para el cuidado, no para la obediencia.

Por Reynaldo Aragón Gonçalves
//outraspalavras.net/
12/09/2025

El Antropoceno no es solo un hito geológico, sino la historia natural de la forma de valor inscrita en el planeta. En la era de la Sociedad 4.0, donde los algoritmos transforman el deseo en mercancía y la naturaleza se reduce a métricas y activos, se necesita urgentemente un manifiesto que denuncie con seriedad y contundencia la contradicción entre el capital y la vida. Este ensayo insta a la ciencia, la política y la humanidad a romper la brecha metabólica y a poner la tecnología al servicio de la emancipación: un llamado filosófico y revolucionario a las generaciones futuras.

El planeta como testimonio

La Tierra habla en silencio. Sus cicatrices no son metáforas, sino inscripciones materiales: bosques talados como páginas arrancadas de un libro antiguo, ríos contaminados que arrastran en su caudal el recuerdo de la violencia, glaciares que se derriten como relojes de arena rotos, revelando que el tiempo humano se atrevió a interferir con la eternidad geológica. Cada centímetro de tierra envenenada, cada ave extinta, cada partícula de plástico incrustada en las rocas es la confesión involuntaria de una civilización que transformó la vida en una cuestión de cálculo.

No hay necesidad de buscar señales en el cosmos lejano: la evidencia está aquí, bajo nuestros pies, en la composición del aire que respiramos, en el calor acumulado en las ciudades, en la inestabilidad que hace impredecibles las estaciones. El planeta entero se ha convertido en un archivo involuntario de nuestras contradicciones. Un archivo que se niega a ser borrado, que se niega a ser manipulado por algoritmos o balances contables.

Este testigo mudo —Tierra, biosfera, naturaleza— no acusa en los tribunales, sino en tormentas, incendios, sequías y pandemias. No habla el lenguaje de la diplomacia ni de los informes de sostenibilidad, sino el del colapso material. El Antropoceno es este tribunal invisible donde el acusado y el juez son de la misma especie: nosotros.

Y ante este testimonio, no hay absolución posible sin un cambio radical. No se trata de salvar la Tierra como si fuera un objeto externo. Se trata de salvar a la humanidad de su propia incapacidad de coexistir con aquello que la sustenta. El planeta sobrevivirá. La pregunta es si podremos sobrevivir junto a él, y bajo qué condiciones de dignidad, justicia y libertad.

Tiempo comprimido: naturaleza, técnica e información

Hay tres ritmos que se entrecruzan y colisionan en nuestro presente. El primero es el tiempo de la Tierra, lento, elástico y cargado de memoria. El suelo, el agua, los bosques y el hielo cambian mediante acumulaciones casi imperceptibles, conservando la inercia y los retrasos, y respondiendo con no linealidades. El carbono emitido hoy seguirá transformando el clima durante décadas, las aguas subterráneas extraídas ahora tardarán generaciones en reponerse, y las especies perdidas no regresarán. Este tiempo no negocia; preserva la memoria física, metabolizando lo que hacemos a escala de siglos.

La segunda es la era de la tecnología. Está diseñada para superar la resistencia, reducir los retrasos y acelerar la circulación más que cualquier regeneración. Los contenedores estandarizaron los océanos, la optimización de las fábricas, los mercados financieros operan en microsegundos y las redes de entrega conectan la demanda instantánea con las cadenas globales de extracción. La tecnología acelera el movimiento del mundo, y cuando parece estancarse, cambia de marcha. Esta aceleración continua depende de la energía barata, la minería incesante y una logística que transforma los territorios en corredores. El coste de los materiales se pierde de vista, pero permanece en el planeta.

El tercero es el tiempo de la información. Promete una presencia continua, convierte la atención en una mercancía e impone una cadencia que disuelve el pasado y el futuro en un presente permanente. Las plataformas reordenan las prioridades según métricas, crean urgencias artificiales y nivelan la importancia según el alcance y la respuesta. Lo que no encaja en el momento tiende a desaparecer de la conciencia. Lo que requiere atención y demora pierde terreno ante lo clicable, cuantificable y medible. El tiempo informativo simula la totalidad, pero ofrece fragmentos que se suceden sin digerirlos.

La experiencia histórica que vivimos surge de la combinación de estos tres períodos. La tecnología responde a la demanda informativa de velocidad y previsibilidad, y para ello requiere más energía, más minería y más infraestructura. La información capta los deseos y los redirige al mercado, exigiendo productos más rápidos, más baratos y más fácilmente disponibles. La Tierra, que no acelera al mismo ritmo, devuelve la diferencia en forma de límites, retrasos y colapsos. Lo que los sistemas técnicos llaman una excepción, los ecosistemas lo llaman una consecuencia.

La compresión del tiempo tiene mecanismos concretos. Los algoritmos de recomendación acortan los ciclos de atención y consumo, desplazando la imaginación hacia un horizonte de gratificación inmediata. La publicidad programática compra y vende momentos de percepción, y la volatilidad generada impulsa nuevas rondas de extracción simbólica y material. La gestión basada en indicadores introduce una lógica de alta frecuencia en la administración pública y corporativa, y las decisiones que deberían respetar la durabilidad de la naturaleza ahora se basan en informes trimestrales y objetivos semanales. Al mismo tiempo, las redes eléctricas, los centros de datos y los cables submarinos requieren estabilidad absoluta y un suministro constante, lo que impulsa la seguridad energética hacia opciones a corto plazo, a menudo incompatibles con la restauración ecológica.

Este acortamiento del mundo también opera como una forma de invisibilidad política. Cuando el tiempo social se fusiona con el tiempo informativo, los procesos lentos y esenciales pierden su voz. Restaurar un manglar no encaja en el ciclo de tendencias, proteger un acuífero no se traduce en un compromiso inmediato, restaurar el suelo requiere cuidados que no generan gráficos atractivos. Lo que tiene valor para la vida no siempre tiene valor en las métricas, y lo que tiene valor en las métricas tiende a capturar nuestras decisiones. Así, el presente es dominado por una sucesión de urgencias menores que eclipsan la urgencia mayor.

Existe también una contradicción interna en la promesa de cero fricción. Al intentar eliminarla, la sociedad elimina las mediaciones que antaño mantenían el equilibrio. La selección minuciosa se convierte en una barrera, la concesión de licencias en un obstáculo, la consulta en un retraso. Lo que parecía un obstáculo era, en realidad, parte del metabolismo colectivo. La fricción expulsada regresa como un desastre, y el tiempo supuestamente ganado reaparece como tiempo perdido en reparaciones imposibles. La aceleración que pretendía liberarnos de los límites los reconstruye de formas más severas.

La tecnología, asumida como neutralidad, se apropia del derecho a decidir las cadencias políticas. En nombre de la eficiencia, selecciona ganadores y perdedores, acortando el tiempo de unos y alargando el de otros. Quienes viven de las aplicaciones tienen un horario ajustado; quienes operan plataformas controlan el calendario. Las comunidades que necesitan cosechas e inundaciones regulares ven sus ritmos alterados por mercados que exigen una constancia intempestiva. Las ciudades que carecen de sombra, permeabilidad y viento se convierten en máquinas de calor por diseño y por la prisa. Al diseñar infraestructuras, decidimos, sin siquiera decirlo, cómo puede o no existir el futuro.

La solución no reside en idealizar la lentitud que perpetúa injusticias ni en glorificar aceleraciones indiferentes al mundo. Lo que se necesita es una recomposición teleológica del tiempo. Esto implica subordinar la cadencia técnica a la duración ecológica y social, diseñando circuitos que respeten el ciclo del agua, el descanso del suelo, el tiempo del cuerpo y la maduración del conocimiento. Esto implica establecer derechos temporales: el derecho al tiempo de un niño para aprender sin ruido, el derecho al tiempo de trabajo sin hiperdisponibilidad, el derecho al tiempo del río para respirar durante las crecidas, el derecho al tiempo de la ciudad para refrescarse e infiltrarse. Esto implica eliminar del algoritmo la prerrogativa de decidir la urgencia de lo común.

Existen herramientas para ello, y no son solo morales. Presupuestos con objetivos físicos y plazos ecológicos, contabilidad pública que integra los flujos de energía y materiales, planificación urbana con escala de sombra, agua y transporte público, contratación pública que prioriza la durabilidad y la reparación, regulación que reintroduce la fricción necesaria donde los atajos destruyen. Políticas de datos que priorizan el interés público y establecen cadencias de uso, retención y eliminación compatibles con la democracia y la vida. Redes energéticas con redundancia limpia, con el consentimiento de la comunidad, capaces de afrontar fallos sin recurrir a soluciones que empobrezcan el futuro.

La recomposición del tiempo no se logrará sin conflicto. Afecta ganancias, hábitos y fantasías de dominación. Exige decir no a lo que nos hemos acostumbrado a llamar progreso cuando este consume los cimientos que lo sustentan. Reaprender a contar el tiempo con la Tierra no es una regresión; es una mayor sofisticación. Es reconocer que la inteligencia no es velocidad, sino afinación entre escalas. Es reconocer que la libertad no es la ausencia de obstáculos; es la capacidad de navegar juntos lo que se resiste, sin romper lo que nos mantiene en pie.
Si la compresión temporal del presente nos ha incapacitado para imaginar, debemos devolverle sustancia al futuro. Esto implica proteger los tiempos que no encajan en el mercado de la atención, establecer pedagogías que moldeen nuestra perspectiva sobre lo que requiere tiempo y construir instituciones que planifiquen a escala generacional. Implica aceptar que los conflictos legítimos ralentizan las decisiones y, por lo tanto, condicionan el destino. Implica recordar que el planeta tiene su propio reloj y que todas nuestras tecnologías, por brillantes que sean, solo prosperan cuando aprenden a escuchar este tictac, más antiguo que nosotros.

El tiempo comprimido es el síntoma. La cura comienza cuando el diseño técnico, la economía y la política vuelven a obedecer a una medida externa a sus circuitos: la medida de la vida. A partir de ahora, todo lo que propongamos deberá juzgarse según este criterio simple y exigente: hasta qué punto devuelve la duración a lo que merece perdurar y suprime la prisa a lo que no puede apresurarse. Solo entonces el presente dejará de ser una prisión y volverá a ser un pasaje.

La grieta que se ensancha: de la Tierra al deseo

Lo que llamamos progreso se construyó sobre un metabolismo deficiente. Primero llegó el suelo: nutrido durante milenios por ciclos naturales, se transformó en un mero soporte para insumos químicos. Lo que una vez fue materia viva pasó a ser tratado como un sustrato inerte, dependiente de fertilizantes industriales que disuelven el propio ritmo de la tierra. Luego llegó el agua: una fuente de vida transformada en mercancía, canalizada, represada, convertida en activo financiero. El río dejó de ser un sujeto para convertirse en infraestructura, y cuando se desborda o se seca, se le acusa de fallar, como si la naturaleza estuviera obligada a obedecer los horarios humanos. El aire, saturado de emisiones, se convirtió en un depósito libre de carbono y contaminantes, un espacio invisible utilizado para enterrar lo que no queremos ver.
Pero el extractivismo no se detuvo ahí.

La frontera se desplazó hacia los cuerpos y las mentes. Lo que antes se extraía del subsuelo comenzó a ser arrancado de la subjetividad. Hoy, los deseos, los recuerdos y los afectos se extraen con la misma lógica que devasta los bosques. Las plataformas captan nuestra atención en tiempo real, transforman las emociones en datos, convierten los vínculos en métricas de interacción. La brecha metabólica —que Marx imaginó en la distancia entre la fertilidad del suelo y la voracidad del capital— se ha ampliado para abarcar la vida psíquica.

Esta expansión no es una metáfora: cuenta con infraestructura. Los cables submarinos transportan no solo señales, sino fragmentos de experiencia; los centros de datos consumen grandes cantidades de energía para almacenar lo trivial y lo íntimo; los algoritmos de recomendación penetran la vida cotidiana y reorganizan lo posible. El capital ha encontrado su nuevo refugio en el inconsciente colectivo. Lo que antes era un misterio humano —sueños, imaginación, voluntad— es ahora la materia prima de los modelos estadísticos. Ya no se trata de carbón ni petróleo, sino de atención y tiempo frente a la pantalla.

El resultado es doble. Por un lado, la naturaleza externa se reduce a un activo; por otro, la naturaleza interna se convierte en un flujo de datos. El mismo movimiento que seca los acuíferos también agota la capacidad de desear fuera de los guiones del mercado. La devastación ecológica va de la mano con la devastación de la imaginación. El bosque cae, y con él, la posibilidad de imaginar mundos alternativos. El río se contamina, y con él, el horizonte de lo que concebimos como libertad.

Esta brecha creciente conlleva una brutal contradicción: cuanto más promete el capital autonomía y personalización, más nos aprisiona. El eslogan de la libertad algorítmica enmascara el encarcelamiento de los deseos modulados. La promesa de abundancia infinita coexiste con la creciente escasez de suelo fértil, agua limpia y aire respirable. Nunca hemos tenido tantos productos personalizados ni hemos estado tan lejos de los elementos que sustentan la vida.

Aquí se revela la perversidad de nuestro tiempo: no basta con explotar la naturaleza; también debemos colonizar la subjetividad para que la explotación siga siendo aceptable. La grieta que nace en la tierra atraviesa los cuerpos y alcanza la conciencia. Es una ruptura que separa no solo al ser humano de la tierra, sino al ser humano de sí mismo.

Sin embargo, cada corte también revela la posible fisura. La ampliación de la grieta revela la urgencia, pero también señala el campo de batalla. Defender bosques, ríos y biomas también significa defender la imaginación, la capacidad de desear más allá de los algoritmos, la posibilidad de soñar con otra forma de vida. La lucha por la tierra es inseparable de la lucha por el deseo. Y solo cuando recuperemos ambas —la fertilidad del suelo y la fertilidad del pensamiento— será posible restaurar el metabolismo entre la humanidad y el planeta.

La ideología de la fricción cero

La fricción cero es la promesa suprema de nuestro tiempo: la idea de que todo puede suceder sin demora, sin obstáculos, sin conflictos. Comprar, vender, comunicar, desear: todo en un flujo continuo, como si la realidad misma pudiera rediseñarse según la lógica de la fluidez digital. Esta promesa, seductora en apariencia, esconde su verdadera naturaleza: el rechazo del tiempo, la resistencia y la materialidad que sustenta la vida.

En el ámbito tecnológico, la cero fricción se presenta como conveniencia. Un clic que elimina filas, una aplicación que reemplaza procesos, una red que conecta sin demora. Pero la conveniencia no es neutral: reorganiza las prioridades e invisibiliza los costos. El producto que llega al instante a la puerta oculta las jornadas laborales de los trabajadores precarios, los intensos flujos logísticos y las enormes emisiones de carbono. El entretenimiento que comienza sin interrupciones oculta centros de datos que consumen la energía equivalente a ciudades enteras. El algoritmo que ofrece respuestas inmediatas elimina las fricciones cognitivas necesarias para el pensamiento crítico.

En el ámbito político, la cero fricción es aún más peligrosa. Al eliminar la mediación, transforma la democracia en consumo de opinión. Las consultas instantáneas sustituyen a la deliberación, y las métricas de participación sustituyen al debate. El conflicto, motor de la vida pública, se registra como un obstáculo para el crecimiento. La pluralidad, que debería enriquecer, se trata como ruido. El resultado es la naturalización de las decisiones de arriba hacia abajo, justificadas por la “eficiencia” y el “ritmo del mercado”.

En el ámbito ecológico, la ideología de la fricción cero es devastadora. La aceleración continua no permite pausas para la regeneración. Los bosques se consideran barreras para el desarrollo, los ríos obstáculos para los proyectos hidroeléctricos y los permisos ambientales trabas burocráticas. La resiliencia de la naturaleza, que debería ser una señal de límites y advertencia, se traduce en el lenguaje del costo y la demora. Así, lo que podría ser un momento de reflexión se convierte en justificación para más violencia.

Lo que llamamos «fricción» —retraso, resistencia, desgaste— es en realidad el espacio del cuidado. Es el momento de la reflexión, el intervalo para la consulta, la resistencia que obliga a la negociación. Al eliminar este espacio, la fricción cero crea un mundo de decisiones automáticas, carente de debate y desconectado de las condiciones reales de la Tierra. La fricción desaparece de la superficie, pero regresa multiplicada bajo tierra: desastres ambientales, pandemias, colapsos climáticos.

Esta ideología también tiene una dimensión subjetiva. La cero fricción impregna la vida cotidiana como norma de conducta. Esperar se convierte en un defecto, reflexionar en una pérdida de tiempo, la vacilación en un signo de debilidad. La propia vida emocional se reorganiza según parámetros de velocidad y eficiencia. Las relaciones humanas se vuelven desechables, las amistades se modulan por respuestas instantáneas, los afectos se miden en segundos de atención. La promesa de fluidez se convierte en una incapacidad para soportar la lentitud de la vida real.

Pero la fricción, contrariamente a lo que nos dicen, es lo que da densidad a la existencia. Es en la fricción entre los cuerpos que surgen los vínculos, es en la resistencia de la Tierra que aprendemos a cuidar, es en la demora que madura la consciencia. La ideología de la fricción cero no es solo un error técnico; es una violencia contra la experiencia humana y contra el planeta.

Rechazar esta ideología no significa glorificar la lentitud por sí misma, sino recuperar el valor de las pausas y los límites. Significa comprender que toda mediación es un espacio político, que toda fricción es un campo de disputa, que cada demora conlleva sabiduría. Significa admitir que la vida, para ser vida, requiere tiempo, cuidado y resistencia.

La verdadera emancipación no provendrá de la fluidez absoluta, sino de la capacidad de habitar colectivamente las fricciones. Reconociendo que es en estas fricciones donde decidimos qué queremos preservar y qué estamos dispuestos a transformar. El futuro no será un atajo; será la superación de fricciones que ya no podemos negar.

La tecnosfera como segunda naturaleza

Hay un mundo creciendo bajo nuestros pies y sobre nuestras cabezas, un organismo silencioso de acero, fibra óptica y silicio. Es la tecnosfera —una maraña de cables, satélites, centros de datos, carreteras, puertos, redes de distribución, plataformas digitales y algoritmos— que se ha vuelto tan indispensable como el aire que respiramos. Esto no es una metáfora: sin esta red subterránea y celestial, ninguno de los flujos que organizan la vida contemporánea sobreviviría.
La tecnosfera es más que una infraestructura: es un nuevo entorno, un campo de fuerza que define los límites de lo posible. No solo sustenta nuestras actividades; reorganiza nuestras decisiones. Lo que comemos, cómo viajamos, de dónde proviene la energía que consumimos, qué información nos llega: todo pasa por circuitos técnicos que operan con relativa autonomía, como una segunda naturaleza que impone sus propias reglas.

Esta segunda naturaleza no es neutral. Es el resultado de decisiones acumuladas, de intereses cristalizados en hormigón, acero y código. Cada presa construida, cada cable lanzado, cada satélite puesto en órbita, cada algoritmo implementado es una decisión política materializada que luego se convierte en inercia. El puerto construido para exportar soja reorganiza territorios durante décadas; el centro de datos que consume grandes cantidades de energía sella la dependencia de una red eléctrica; la lógica de una aplicación moldea hábitos y relaciones sociales. La tecnosfera fija lo que parecía transitorio y estructura lo cíclico.

Contradicciones antes difusas se condensan en su interior. El capital extrae minerales raros de la Tierra —litio, cobre, silicio— y los devuelve como redes digitales que controlan los mismos territorios de donde fueron extraídos. Las personas que viven de los yacimientos son expropiadas en nombre de la transición energética, mientras que las baterías fabricadas con sus minerales alimentan dispositivos que modulan los deseos en otros continentes. La tecnología, que podría liberar, regresa como un asedio.

La tecnosfera, además de ser material, es entrópica. Para mantenerse activa, requiere flujos continuos de energía, mantenimiento constante y reemplazo constante. Es una máquina indetenible. A diferencia de los ecosistemas, que se regeneran, la tecnosfera se degrada incesantemente, requiriendo más minería, más combustible y más reparaciones. Su metabolismo es incompatible con el de la Tierra: mientras que la Tierra opera con ciclos de renovación, la Tierra opera con una demanda infinita.

Por eso parece cobrar vida propia. Las sociedades empiezan a actuar según sus demandas, no según sus necesidades. Poblaciones enteras son desplazadas para construir presas hidroeléctricas, comunidades son sacrificadas para construir carreteras, ríos son represados ​​para refrigerar centros de datos. La tecnosfera dicta las prioridades: no es la vida la que manda, sino la máquina. Lo que debería ser un medio se convierte en un fin.

La contradicción es brutal. Por un lado, la tecnología encierra la promesa de emancipación: energía limpia, comunicación planetaria, inteligencia colectiva. Por otro, captura esta promesa para reforzar el mismo modelo de extracción y obediencia. La tecnosfera podría ser una red de solidaridad, pero es una red de control; podría expandir la libertad, pero profundiza la heteronomía; podría preocuparse, pero exige sacrificios.

Tratar la tecnosfera como algo natural significa reconocer que ya no es un accesorio. Ya no es posible imaginar un mundo sin ella. La cuestión no es rechazarla, sino cuestionar su teleología. Quienes controlan los cables, los satélites y los algoritmos también controlan el metabolismo social de la Tierra. Es en este terreno donde está en juego la soberanía ecológica y política.
La lucha contemporánea no se limita al aire, el agua o los bosques. También se centra en la fibra óptica, el código, los servidores y los estándares tecnológicos. Porque es en estos dispositivos donde decidimos si la tecnología seguirá corroyendo el planeta o si finalmente podrá redirigirse al cuidado de la vida. La tecnosfera es la nueva naturaleza con la que debemos aprender a coexistir, pero esta vez como sujetos, no como prisioneros.

El avance del oscurantismo: neoliberalismo y fascismo ecológico

El agotamiento del planeta no solo se debe a la tala de árboles o la quema de combustibles fósiles. También se sustenta en la esfera política, donde dos fuerzas se combinan y se refuerzan mutuamente: el neoliberalismo y el fascismo. El primero privatiza los bienes comunes, transformando la vida en un activo y la naturaleza en una garantía. El segundo, como una sombra reactiva, asegura la continuación de este proceso mediante la violencia y la mentira.
El neoliberalismo es la racionalidad que lo transforma todo en mercado. No hay bosques, solo créditos de carbono; no hay ríos, solo recursos hídricos; no hay comunidades, solo poblaciones que se “inserten” en la economía global. Al mercantilizar el planeta, priva al Estado y a la sociedad de toda capacidad para planificar el futuro basándose en la vida misma. El mundo se convierte en una hoja de cálculo. El presente se rige por algoritmos de riesgo, diferenciales de inversión y previsiones trimestrales. El mañana, reducido a una variable financiera, ya no tiene un significado real.

Pero toda abstracción requiere un aparato de fuerza para imponerse. Aquí es donde el fascismo reaparece, no como una reliquia del siglo XX, sino como una respuesta adaptada a la crisis ecológica y social contemporánea. El fascismo es la policía emocional del neoliberalismo: organiza el odio contra ambientalistas, pueblos indígenas, movimientos sociales e investigadores. Demoniza la ciencia cuando amenaza las ganancias, criminaliza la solidaridad cuando altera las jerarquías y militariza los territorios cuando se alzan en defensa de la tierra.
Este fascismo ecológico no se limita a la retórica. Opera con la misma lógica extractiva que busca proteger. Quema bosques para dar paso a la agroindustria, desmantela las regulaciones ambientales en nombre de la eficiencia y manipula la opinión pública con campañas de desinformación. Opera con dos armas: la mentira sistemática y la violencia sistemática. Una allana el camino, la otra garantiza el silencio.

Existe, por lo tanto, una simbiosis: el neoliberalismo necesita del fascismo para sostenerse en medio del colapso que él mismo produce. Sin coerción, no hay manera de mantener a poblaciones enteras viviendo en zonas de sacrificio; sin desinformación, no hay manera de convencer a las sociedades de que acepten el lento envenenamiento de su propio suelo. El fascismo y el neoliberalismo se convierten en dos caras de la misma máquina: el primero garantiza la acumulación por la fuerza, el segundo mediante la naturalización de la explotación.
En el Sur Global, esta simbiosis adquiere formas aún más violentas. Aquí, el cuerpo del trabajador, el bosque, el territorio indígena y el océano se convierten en mercancías baratas para alimentar las cadenas globales. La retórica fascista presenta el saqueo como patriotismo y el autoritarismo como orden. Mientras tanto, las corporaciones transnacionales extraen minerales, energía y datos, dejando tras de sí responsabilidades ambientales y secuelas sociales.

Esta alianza oscurantista produce un efecto devastador: desvía el debate de lo esencial. Mientras discutimos sobre símbolos, guerras culturales y falsos enemigos, la maquinaria sigue funcionando. El suelo sigue envenenándose, los ríos siguen represados, los cuerpos siguen en situación precaria, los datos siguen secuestrados. La atención social, cautivada por el espectáculo, pierde de vista el verdadero metabolismo que sustenta la vida.

Pero todo oscurantismo conlleva sus propios defectos. Al intentar sofocar la ciencia, los movimientos sociales y la solidaridad, finalmente revela su vulnerabilidad: depende del silencio. Y el silencio, cuando se rompe, resuena más fuerte que cualquier propaganda. El fascismo ecológico es aparentemente fuerte, pero frágil ante la persistencia de las comunidades que defienden ríos, bosques y territorios. Puede dominar mediante el miedo, pero no puede reemplazar el vínculo ancestral entre las personas y la naturaleza.

El avance del oscurantismo es, por lo tanto, síntoma de un sistema en agonía. Demuestra que la acumulación ya no puede legitimarse únicamente con la promesa del progreso; ahora requiere mentiras y coerción. Y, al revelar su cara desnuda, también anuncia que la lucha ha entrado en una fase decisiva: o aceptamos vivir en un mundo gobernado por la fuerza que protege el saqueo, o construiremos otro orden fundado en la justicia ecológica y social.

Las líneas de resistencia: el Sur global y las insurgencias de la Tierra

Si el colapso ecológico y social se expresa brutalmente en el Sur Global, es también aquí donde surgen las insurgencias más poderosas. La periferia del sistema, transformada en zona de sacrificio, se convierte en un laboratorio de alternativas. Donde el capital ve materias primas, los pueblos y los movimientos ven el futuro. Donde el neoliberalismo ve atraso, las comunidades ven cuidado. Donde el fascismo siembra el miedo, surge una resistencia que rechaza la lógica del saqueo.

Ecuador consagró los derechos de la naturaleza en su Constitución, reconociendo a la Pachamama como un sujeto de dignidad, no como un recurso. Y en 2023, la consulta popular sobre el Parque Yasuní demostró que la sociedad puede decidir soberanamente mantener el petróleo bajo tierra: una victoria histórica contra la maquinaria extractiva.

Al declararse Estado Plurinacional, Bolivia incorporó la noción del buen vivir (Sumak Kawsay) como horizonte civilizatorio, poniendo de nuevo la vida comunitaria y la dignidad ecológica en el centro de la política. A pesar de las presiones y las contradicciones, abrió un espacio institucional para cosmologías que nunca separaron a la humanidad de la naturaleza.
Colombia, en una sentencia de la Corte Constitucional, reconoció al río Atrato como sujeto de derechos y designó guardianes comunitarios para protegerlo. Por primera vez, un río dejó de ser un simple medio de transporte o fuente de energía para ser tratado como una entidad viva con derechos propios.

En la Amazonía brasileña, los pueblos indígenas resisten con la fuerza de su herencia ancestral, defendiendo sus territorios contra la minería, la agroindustria y el acaparamiento de tierras. Sus luchas no se limitan a la supervivencia de comunidades específicas, sino a la integridad del bioma tropical más grande del planeta. Líderes como Txai Suruí dan testimonio al mundo de que defender la selva es defender a la humanidad.

El Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) construye, con su trabajo diario, el mayor experimento agroecológico del mundo. Miles de familias producen alimentos saludables, restauran suelos degradados y crean cooperativas que combinan producción y dignidad. El MST demuestra que es posible alimentar a las masas sin destruir los ecosistemas, que es posible democratizar la tierra y regenerar la vida al mismo tiempo.

El Movimiento de Afectados por Represas (MAB) revela otra faceta de la resistencia: la confrontación directa con la infraestructura de la tecnosfera, que sacrifica a las comunidades en nombre de la energía y el lucro. Su lucha articula problemáticas ambientales y sociales, denunciando que la electricidad que ilumina nuestras pantallas a menudo extingue la vida de ciudades enteras.

Estas líneas de resistencia no son aisladas. Se conectan en redes transnacionales, como La Vía Campesina, que une a campesinos de todos los continentes en defensa de la soberanía alimentaria y la agroecología. O la COICA, que une a organizaciones indígenas de la cuenca amazónica en la defensa conjunta de la selva y sus pueblos.

También hay una generación que se alza a escala global: la juventud climática. Aunque a menudo se asocia con figuras del Norte Global, como Greta Thunberg, es en el Sur donde estas voces cobran mayor intensidad, porque hablan desde la concreción del riesgo. Jóvenes indígenas, quilombolas, personas de la periferia, estudiantes universitarios y de secundaria se alzan contra un futuro secuestrado, recordándonos que la neutralidad es imposible cuando nuestras propias vidas están en juego.

Lo que une a estas insurgencias es el reconocimiento de que no hay separación entre la justicia social y la justicia ecológica. La deforestación también implica la expulsión de comunidades. La minería también implica la precariedad laboral. La contaminación del agua también implica enfermedades y hambre. Defender la naturaleza es defender al pueblo; defender al pueblo es defender la naturaleza.

El Sur Global, por lo tanto, no es solo una víctima: es una vanguardia. Es aquí donde se experimentan formas de democracia ecológica, economía comunitaria y soberanía territorial. Es aquí donde la Tierra encuentra guardianes que no se rinden. Y es desde allí que puede surgir la síntesis histórica capaz de reorientar la tecnología y la política hacia el cuidado de la vida.

La ciencia que rompe el silencio

Si el oscurantismo se alimenta del miedo y la mentira, es la ciencia la que puede abrir grietas de luz en la oscuridad de la desinformación. Pero no cualquier ciencia. No una ciencia encerrada en la métrica, sirvienta de la industria, cautiva de las patentes privadas y la lógica del lucro. Esta ciencia, incluso cuando produce conocimiento real, a menudo lo neutraliza poniéndolo al servicio de la acumulación. Lo que rompe el silencio de la catástrofe es otra forma de ciencia: pública, gratuita, socialmente comprometida, arraigada en los territorios y en el compromiso con la vida.

La ciencia pública tiene la capacidad de traducir a un lenguaje objetivo lo que la gente ya sabe de primera mano: que el clima ha cambiado, que los ríos se están muriendo, que el aire está contaminado. Ofrece evidencia contundente contra las narrativas negacionistas. Cada gráfico del aumento del CO₂, cada serie temporal del calentamiento, cada estudio sobre extinciones es prueba fehaciente contra la lógica de la explotación.

Pero si limitamos la ciencia al diagnóstico, solo registraremos el fin. La tarea histórica es poner la investigación al servicio de la transformación. Esto implica orientarla hacia la solución de problemas concretos: cómo restaurar suelos sin venenos, cómo garantizar la movilidad sin petróleo, cómo producir energía limpia a escala comunitaria, cómo planificar ciudades que refresquen y cuiden, cómo proteger los datos sin ceder la soberanía a las corporaciones. La ciencia comprometida no solo pregunta “¿cómo funciona?”, sino “¿para quién es?” y “¿con qué propósito?”.

Esta ciencia también necesita romper sus límites internos. El conocimiento indígena y tradicional no es folclore; es una epistemología ancestral sobre la gestión de la tierra, el agua y la biodiversidad. La agroforestería que restaura los suelos, la cartografía comunitaria que defiende los territorios, el cuidado ancestral que protege los nacimientos y las cosechas: todo esto es ciencia en el sentido más radical: conocimiento que produce vida. La tarea de las universidades e institutos de investigación es reconocer esta inteligencia, interactuar con ella e incorporarla sin jerarquías.

En la era de la tecnosfera, existe un área crucial donde la ciencia comprometida debe actuar: la soberanía de la información. Los datos climáticos, la monitorización satelital y las redes de sensores ambientales no pueden ser monopolizados por empresas privadas ni potencias extranjeras. La lucha por la Amazonía, los océanos y las aguas subterráneas también implica la lucha por los datos que describen estos territorios. Sin una ciencia pública que controle e interprete esta información, seremos ciegos ante nuestra propia riqueza.

No es una utopía: las semillas ya existen. En Brasil, las universidades públicas coordinan laboratorios comunitarios de energía solar; jóvenes científicos indígenas mapean territorios con drones para proteger los bosques; cooperativas de software libre desarrollan plataformas de monitoreo participativo. Estos experimentos aún son frágiles, pero revelan el camino a seguir: la ciencia debe acompañar las luchas, no distanciarse de ellas.

Y también hay una dimensión ética. El silencio que la ciencia debe romper no es solo de ignorancia, sino de indiferencia. No basta con publicar artículos mientras los bosques arden. No basta con medir temperaturas mientras los cuerpos sufren. Es necesario posicionarse, hacer de la investigación un gesto de solidaridad, un acto de resistencia. Ser científico hoy es también ser guardián del futuro.

Romper el silencio significa transformar la ciencia en una fuerza política, no en un sentido partidista, sino en un sentido profundo: poner la inteligencia colectiva al servicio de la vida. Significa que todo descubrimiento debe juzgarse con un criterio simple y radical: ¿contribuye a la reproducción de una existencia digna o refuerza la lógica de la muerte? Este es el tribunal al que la ciencia debe someterse, y es allí donde puede recuperar su legitimidad.

La ciencia comprometida no se opone a la emoción, no desdeña la poesía, no desprecia la política. Se une a todas estas dimensiones porque sabe que solo así puede afrontar la catástrofe. No quiere ser un oráculo, quiere ser un instrumento. No quiere ser poder, quiere ser mediación. Y, al ponerse al servicio de la vida, se convierte en más que ciencia: se convierte en esperanza organizada.

Teleología de la supervivencia: poner la tecnología de nuevo al servicio de la vida
Toda civilización se define, en última instancia, por el propósito que asigna a su tecnología. La pregunta que nos atormenta no es solo cómo inventamos herramientas, sino para qué las usamos. Hoy en día, este propósito ha sido secuestrado. Las tecnologías más sofisticadas —inteligencia artificial, biotecnología, minería submarina, redes digitales planetarias— operan bajo una única lógica: multiplicar el valor para unos pocos, incluso si ello destruye las condiciones de vida de todos.

La teleología del presente no es la vida, sino el lucro. Y es esta inversión la que nos ha llevado al callejón sin salida en el que nos encontramos. El bosque no se protege porque almacene carbono, sino porque genera créditos negociables. El río no se cuida porque sacie la sed, sino porque impulsa turbinas y alimenta los mercados. El algoritmo no se utiliza para profundizar el conocimiento, sino para maximizar los clics. La tecnología, que podría haber sido una mediación de la libertad, se ha transformado en un mecanismo de obediencia.

Poner la tecnología de nuevo al servicio de la vida es la tarea central de nuestro tiempo. No se trata de rechazar la ciencia ni de demonizar la invención, sino de liberarla de la prisión de la mercancía. Una inteligencia artificial entrenada para maximizar la publicidad no es un destino inevitable; podría dirigirse a gestionar las redes de transporte público, reducir el desperdicio de alimentos y organizar el uso comunitario de la energía. Un satélite utilizado para monitorear fronteras podría cartografiar biomas y prevenir la deforestación. Un centro de datos al servicio de las corporaciones podría albergar información ambiental para uso público. La cuestión no es la herramienta, sino el propósito.

Esto requiere un cambio radical de criterio. Lo que ahora llamamos innovación debe juzgarse por el valor que aporta a la vida colectiva, no por la rentabilidad financiera que ofrece a los accionistas. La política científica y tecnológica debe reestructurarse en torno a misiones vitales: garantizar agua limpia, restaurar los bosques, democratizar la energía, cuidar la salud, fortalecer la educación y proteger los datos públicos. Todo recurso invertido debe responder a este propósito: reproducir la vida al máximo.

Esta transformación no se producirá sin conflicto. Las corporaciones que se benefician de la teleología actual lucharán por preservarla. Argumentarán que no hay alternativa, que los mercados son neutrales, que la velocidad es inevitable. Pero el materialismo de la Tierra es más fuerte: la vida no negocia. Es solo cuestión de tiempo antes de que los límites ecológicos hagan evidente el fracaso de este orden. La pregunta es si seremos capaces de anticipar este momento, construyendo ahora instituciones que orienten la tecnología hacia otro propósito.
Esta reorientación tiene profundas implicaciones éticas. Implica aceptar que ya no podemos vivir como si el mundo fuera una reserva inagotable de insumos. Implica reconocer que toda innovación conlleva costos invisibles, y que estos costos casi siempre recaen sobre los más pobres y sobre el planeta. Implica admitir que la verdadera libertad no consiste en consumir sin límites, sino en vivir en equilibrio con lo que nos sustenta.

Poner la tecnología de nuevo al servicio de la vida no es solo una decisión política; es una condición de supervivencia. Sin ella, nos encaminaremos hacia un futuro en el que la tecnosfera seguirá funcionando incluso si la biosfera se derrumba: un futuro de máquinas operando sobre ruinas humanas. La única teleología capaz de romper este destino es aquella que reconcilia sociedad y naturaleza, ciencia y cuidado, invención y solidaridad.

Esta reconciliación no será abstracta. Se logrará mediante políticas públicas que prioricen la suficiencia, mediante tecnologías abiertas y compartibles, mediante redes comunitarias que protejan territorios, mediante universidades que se conviertan en laboratorios del futuro, mediante movimientos que se organicen para disputar el propósito de la tecnología. No habrá neutralidad: o la tecnología seguirá al servicio de la acumulación, o será retomada como instrumento de emancipación.

Este es el desafío de nuestra era: si permitiremos que la teleología de la muerte siga guiando nuestras invenciones o si tendremos el coraje de poner la inteligencia colectiva al servicio de la supervivencia común. La respuesta a esta pregunta decidirá no solo el destino de la humanidad, sino el de la Tierra misma como lugar habitable.

Conclusión-Manifiesto — El llamado de las próximas generaciones

El planeta ha hablado, aunque en silencio. Ha hablado de la sequía que devasta los cultivos, de los ríos que cambian de color, del calor que invade las ciudades, de los glaciares que desaparecen ante nuestros ojos. Ha hablado de la desaparición de las especies, del aire cada vez más fino, del océano que se eleva y se traga territorios. Cada señal es una carta no escrita, un recordatorio de que la vida no es eterna si la tratamos como algo desechable.

Pero lo que está en juego no es solo la supervivencia biológica de la especie humana. Lo que está en juego es la dignidad con la que queremos existir. ¿Seremos una humanidad reducida a trabajadores de la tecnosfera, entregando deseos y territorios a la lógica del lucro, o tendremos el coraje de retomar las riendas de nuestro destino y reconstruir el vínculo esencial con la Tierra?

El futuro no se abre por sí solo; hay que arrebatárselo. No habrá generosidad del capital, ni piedad de la tecnosfera, ni compasión del fascismo. Solo tendremos lo que seamos capaces de construir con nuestras propias manos, nuestra inteligencia colectiva, nuestra ciencia liberada, nuestros lazos comunitarios.

Este manifiesto se dirige a las generaciones ya nacidas en medio del colapso y a las que vendrán. Es a ellas a quienes debemos lealtad. El tiempo de la comodidad ilusoria ha terminado. Ya no hay lugar para la negación, la relativización ni la postergación. Con cada retraso, el precio aumenta. Cada vacilación abre la puerta a más violencia, más degradación, más desesperación.

Debemos elegir. Elegir la Tierra sobre la abstracción. Elegir lo común sobre la mercancía. Elegir la vida sobre la lógica de la muerte. Elegir la fricción necesaria sobre la ideología de la fluidez. Elegir la demora fructífera sobre la prisa estéril. Elegir la tecnología como instrumento de cuidado, no de obediencia.

Este no es un llamado sentimental; es un llamado histórico. La humanidad solo sobrevivirá si es capaz de reorganizarse, reconstruir su metabolismo con la Tierra y reinventar la teleología de la tecnología. Esta revolución no será un evento puntual, sino una práctica cotidiana, extendida a territorios, comunidades, escuelas, laboratorios, calles y bosques.

Las generaciones futuras no necesitan promesas vacías. Necesitan valentía. Necesitan un presente comprometido con la construcción de un futuro. Necesitan adultos que dejen de esconderse tras excusas y tengan la valentía de rechazar la destrucción.
La Tierra seguirá girando, incluso si nos extinguimos. La pregunta es si tendremos la grandeza de permanecer en ella como una especie que ha aprendido de sus errores, o si desapareceremos como la civilización que priorizó el lucro sobre la vida.

Este ensayo es, por tanto, más que una reflexión: es un compromiso. Que cada palabra aquí se entienda como un llamado a la acción, cada imagen como una prueba de que aún hay tiempo, cada contradicción como una advertencia que ya no podemos posponer. No escribimos para contemplar ruinas, sino para evitar que se conviertan en nuestro destino.

A las generaciones futuras, les dejamos un juramento: luchar hasta el final para que la Tierra siga siendo un lugar de vida, no de cenizas. Que la tecnología vuelva a rendirse ante la vida. Que la política redescubra la justicia. Que la humanidad aprenda a ser digna de su nombre.

fuente:
https://outraspalavras.net/pos-capitalismo/manifiesto-para-un-futuro-posible/

reenviado por enred_sinfronteras [at] riseup.net
https://mastodon.bida.im/@RedLatinasinfronteras

https://redlatinasinfronteras.wordpress.com/2025/09/13/manifiesto-por-un-futuro-posible-para-que-la-tierra-sea-un-lugar-de-vida/

también editado y en difusión desde
https://argentina.indymedia.org/
§NO al extractivismo! SI a la vida!
by reenvia Red Latina sin fronteras
no les basta con explotar la naturaleza; también deben colonizar la subjetividad para que la explotación siga siendo aceptada
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